jueves, 30 de agosto de 2007

Sentíres

Revuelvo íntimamente, en cada recóndito lugar de mi espacioso cerebro, y en la amplitud del mismo, busco un vestigio del tesoro tan preciado.
Concentrado tal como un excelso budista, comienzo a dilucidar la idea buscada.
Es una mirada introspectiva, autocrítica, y juzgadora.
Momentáneamente lo que me circunda se convierte en superfluo, y de esa manera queda expuesto el pensamiento buscado, allí aparece entonces la tirana vergüenza, cobardemente escondida, detrás de pensamientos que complotados con ella y con mi subconsciente, luchan por encubrirla.
Allí se encuentra la bastarda, que fue bastarda desde el preciso momento de nacer, pues no hay padre alguno que tenga la gallardía de reconocerla.
Pienso en esa vergüenza entonces, y la traigo al presente, reconstruyo la escena; es clara, nitidita, fresca, vigente, es sencillamente auténtica.
Revivo esa situación entonces, en una perfecta simulación cerebral; mi humanidad comienza a manifestar físicamente la vergüenza rememorada, el frío corre por los huesos, mis ojos se desvían cobardemente, buscando el reconfortante espacio alejado de la realidad, mis manos cubren instintivamente mi rostro, cómplices de unos ojos que ya no saben qué hacer para no ver, la sensación de humillación se revitaliza, se hace fuerte, la vergüenza se apodera completamente de mi ser, las lagrimas corren por mis mejillas y la agitación del corazón simula la verborragia de un interlocutor apasionado.
Como la réplica de un sismo ejecutado por la decisión de un déspota Dios, mi vitalidad se desvanece, carezco ya de fuerzas, pues ya no existe lugar donde sentarme a retozar.
Me encuentro en el medio de un desierto, rodeado de médanos de arena, los cuales se aventuran en vuelos facilitados por el viento, y no importa la cantidad de los mismos, sino la cantidad de granos de arena, los cuales no son infinitos, y eso es lo que me atormenta, la problemática de negarme a ceder al facilismo de considerarlos incontables, mas no es así, pues por el contrario, los mismos pueden ser enumerados, y siento que mi tarea es esa, y que va a llevarme toda la vida.
Es aquí cuando la vergüenza comienza a abrumarme, y caigo rendido.
La incomodidad que produce, anula mi motricidad, y me asemeja a un convaleciente.
Hace aquí el optimismo su ingreso triunfal, poniéndose de manifiesto, y legitimando a la vez, que las vivencias traumáticas, las vergonzosas y humillantes son las que me han hecho comprender cada acto erróneo de mi actuar, pues son ellas las responsables de mi fortaleza, y no las causales de mis debilidades, y el optimismo deja de ser, para dar lugar a la razón, y esta ahora la que dictamina, que no hay hombre que haya vivido, sin haber incurrido en el error vergonzante.

No hay comentarios:

Publicar un comentario